PARTE 3
Hace treinta años, Alemania y Europa dejaron pasar una oportunidad histórica para hacer las cosas un poco mejor 6 de
Noviembre de
2019 Rafael Poch
Los alemanes llaman “pacífica revolución” al proceso que concluyó en la reunificación nacional de 1990. Aquel hito de la historia europea puso fin a un drama nacional y a una anomalía continental: la separación de seres humanos y parientes de una misma nacionalidad por razones de Estado, la división de una gran nación que se unificó a finales del XIX, en 1871, y la ausencia de libertades esenciales. Es natural que treinta años después de 1989, muchos alemanes celebren aquella normalización nacional, porque hay motivo, e incluso que se haga leyenda de ella. Los alemanes, especialmente los del Este que fueron los únicos que ejercieron su ciudadanía frente al Estado, pueden sentirse orgullosos de muchas cosas. Pueden sentirse orgullosos, y esto hay que decirlo bien alto, de que su dictadura cayera sin disparar, lo que fue un mérito tanto de los gobernados como de los gobernantes. Podía haber habido un Tiananmen en Leipzig, Dresde o Berlín Este, y no lo hubo.
Pero treinta años son ya un plazo considerable para hablar con cierta sobriedad y distancia de las cosas, y más allá de las leyendas, la simple realidad es que el magnífico movimiento social de los alemanes del Este, que la perestroika soviética puso en marcha y que determinó que las autoridades de la RDA abrieran el muro y accedieran a la quiebra de su régimen pacíficamente, contribuyó a una Europa más capitalista, conservadora, e incluso militarista en un sentido no de guerra fría sino de intervencionismo “caliente”.
Podía haber sido de otra forma, pero el caso es que tal como se hizo, la reunificación esquivó todos los escenarios que podían haber hecho a Europa más social, más independiente y más moderna desde el punto de vista de su contribución a un mundo viable, es decir más alejado de la guerra y del imperio. Eso también fue responsabilidad compartida de gobernados y gobernantes (...)
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Los alemanes llaman “pacífica revolución” al proceso que concluyó en la reunificación nacional de 1990. Aquel hito de la historia europea puso fin a un drama nacional y a una anomalía continental: la separación de seres humanos y parientes de una misma nacionalidad por razones de Estado, la división de una gran nación que se unificó a finales del XIX, en 1871, y la ausencia de libertades esenciales. Es natural que treinta años después de 1989, muchos alemanes celebren aquella normalización nacional, porque hay motivo, e incluso que se haga leyenda de ella. Los alemanes, especialmente los del Este que fueron los únicos que ejercieron su ciudadanía frente al Estado, pueden sentirse orgullosos de muchas cosas. Pueden sentirse orgullosos, y esto hay que decirlo bien alto, de que su dictadura cayera sin disparar, lo que fue un mérito tanto de los gobernados como de los gobernantes. Podía haber habido un Tiananmen en Leipzig, Dresde o Berlín Este, y no lo hubo.
Pero treinta años son ya un plazo considerable para hablar con cierta sobriedad y distancia de las cosas, y más allá de las leyendas, la simple realidad es que el magnífico movimiento social de los alemanes del Este, que la perestroika soviética puso en marcha y que determinó que las autoridades de la RDA abrieran el muro y accedieran a la quiebra de su régimen pacíficamente, contribuyó a una Europa más capitalista, conservadora, e incluso militarista en un sentido no de guerra fría sino de intervencionismo “caliente”.
Podía haber sido de otra forma, pero el caso es que tal como se hizo, la reunificación esquivó todos los escenarios que podían haber hecho a Europa más social, más independiente y más moderna desde el punto de vista de su contribución a un mundo viable, es decir más alejado de la guerra y del imperio. Eso también fue responsabilidad compartida de gobernados y gobernantes (...)
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Rebelion. El fin del muro: la ocasión perdida (….y III)
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