agosto 09, 2013

Un DÍA en la VIDA de un BIPOLAR, de RAFAEL NARBONA

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El trastorno bipolar no es poético, sino cruel, insidioso, traicionero. Creo que se puede extender esta reflexión a cualquier enfermedad mental ¿Cómo es el día a día de un bipolar? El recurso de las dos máscaras –una sonriente, otra afligida- apenas logra reflejar las dolorosas fluctuaciones de una mente herida por la psicosis maníaco-depresiva. Hace unas semanas, el conocido actor británico Stephen Fry reconocía que era víctima de sus estados de ánimo y que había intentado suicidarse en varias ocasiones. El entrañable Peter de Peter’s Friends, la famosa comedia de Kenneth Branagh, ha revelado que sufre trastorno bipolar, lo cual no le impide escribir, actuar y dirigir QI, un popular concurso televisivo de carácter cultural. Amable, culto, brillante y suavemente irónico, Stephen Fry admitió que hace poco ingirió un cóctel de pastillas y vodka, con el propósito de acabar con su vida. Un amigo le encontró semiinconsciente y logró salvarlo. Al hablar del suicidio, Fry descarta cualquier tipo de fascinación estética o intelectual. En realidad, se trata de una oscura compulsión. “No hay un porqué –confiesa Fry-. Esa no es la pregunta correcta. Si hubiera una razón, se podría argumentar y convencer al frustrado o potencial suicida para que renunciara a sus tendencias autodestructivas”.

Stephen Fry es una de las figuras más queridas de la sociedad británica, lo cual me hace pensar que la tolerancia está más extendida en el mundo anglosajón que en nuestro país, donde la enfermedad mental despierta rechazo, miedo, incomprensión y menosprecio. Algunos ni siquiera se toman en serio los impulsos suicidas, alegando que muchas tentativas son puro teatro. Sin embargo, los suicidios consumados suelen estar precedidos por numerosos intentos malogrados por el azar, un error de cálculo o una intervención providencial. El suicidio no brota espontáneamente, sino después de un largo recorrido, que incluye la depresión, la desesperanza, el aislamiento social y las autolesiones. Yo he perdido la cuenta de mis intentos de suicidio. Nunca he estado tan cerca de la muerte como el 6 de enero de 2006, cuando ingerí al menos 30 pastillas, combinando hipnóticos, ansiolíticos y antidepresivos. Durante mi traslado al Hospital de la Paz en una ambulancia del SAMUR, experimenté una visión cenital de mi propio cuerpo, debatiéndose con médicos y enfermeros, mientras le inyectaban distintas sustancias y le introducían una sonda por la nariz. Fue una visión fugaz y tal vez irreal. Nunca sabré si se trató de una alucinación o de una brevísima incursión en un hipotético más allá. Perdí la conciencia enseguida. No recuerdo nada más hasta que me desperté en un pasillo, con una mezcla de alivio y desesperación. Me alegraba de haber sobrevivido, pero también sentía que había fracasado una vez más. Ni siquiera pedí una baja laboral. Solicité el alta voluntaria y tres días más tarde regresé al aula, hablando de metafísica y teoría del conocimiento. Ahora sé que el suicidio no es una elección libre y racional, sino una reacción de impotencia y enajenación. No creo en el suicidio filosófico. El filósofo rumano Emil Cioran escribió infinidad de páginas sobre el suicidio, afirmando que la existencia era un trágico error, pero jamás intentó acabar con su vida. De hecho, murió de Alzheimer a una edad avanzada. Ni siquiera encontró fuerzas para imitar a Arthur Koestler, que puso fin a sus días, cuando la leucemia y el Parkinson deterioraron irreversiblemente su salud.

Se puede convivir con el trastorno bipolar, pero no es posible erradicar la enfermedad. Aunque se desconocen las causas exactas, todo indica que concurren aspectos genéticos y bioquímicos de carácter hereditario. En mi caso, los antecedentes familiares son abrumadores. Mi madre, que roza los 88 años, ha sufrido alteraciones emocionales durante toda su vida y, actualmente, se halla hundida en una profunda depresión. Mi hermano Juan Luis se suicidó a principios de los ochenta. El trastorno bipolar está en los genes, pero no se activa sin un entorno desfavorable. Mi biografía está repleta de experiencias dolorosas. A los catorce años, la idea del suicidio ya se encontraba firmemente asentada en mi cabeza. Durante la adolescencia, fui un chico depresivo, con conductas autodestructivas. Las cosas apenas cambiaron con la madurez. En 1996, sufrí mi primer brote de manía. Durante tres meses, hablaba sin parar, apenas dormía, realizaba compras compulsivas, conducía de noche a grandes velocidades por las vías de circunvalación de una ciudad a la que nuca he amado. Madrid siempre me ha parecido un lugar inhóspito, donde no es posible echar raíces, salvo que conviertas el desarraigo y la dispersión en una forma de identidad personal. El caos en el que se convirtió mi vida me obligó a visitar a un psiquiatra. Comencé a medicarme, mejoré, dejé la medicación, sufrí una espantosa recaída, la medicación me estabilizó de nuevo. Ahora estoy en un buen momento. ¿Significa eso que la química me ha salvado? Indudablemente, ha contenido a mis demonios interiores, pero el trastorno bipolar continúa planeando sobre mis días. Mi despertar casi siempre es triste y desolador. No siento ningún apego por la cama, pero abandonarla me resulta penoso. A veces, tengo la sensación de ser el último hombre, contemplando un mundo que ha perdido cualquier rastro de belleza. La literatura es el ancla que me ayuda a no extraviarme en mis fantasmas, pero escribo lleno de pesimismo, convencido de que mis textos carecen de mérito y valor. Soy un autor de fragmentos, que se tambalea cuando se enfrenta a un proyecto más ambicioso. Siento que voy a la deriva, rodeado por palabras que se alejan entre sí, transformadas en pecios de un naufragio. Ese naufragio es mi vida.

Odio releer lo que escribo, pues siempre me parece mediocre y previsible. Cuando finaliza la mañana, estoy agotado, abrumado por el temor de haber caminado por el lado equivocado, abriendo un surco que no lleva a ninguna parte. Por la tarde, leo, paseo, escucho música. De noche, suelo ver una película de cine clásico o un documental. Es una vida apacible. Soy feliz con mi mujer y mi atípica familia, una manada inverosímil de perros, gatos y pájaros. No echo de menos nada, salvo cierta autoestima que me ayudaría a contemplar mis textos con más indulgencia. Ya no sueño con librarme de las cuchilladas del trastorno bipolar. Están ahí y nunca desaparecerán. Son tan inevitables como mi estatura o el color de mis ojos. A veces, la tristeza me golpea con dureza, casi de una forma física, que me produce angustia, aturdimiento, desorientación. No es una tristeza producida por algo concreto. Es suficiente un cambio de luz o un leve desajuste de mis conexiones sinápticas. Siento la tentación de arrojarme al sofá, cerrar los ojos y fantasear con la muerte. He aprendido a distanciarme de esos estados. No ignoro que son producto de mi enfermedad. Es algo tan incontrolable como una crisis diabética. Sé que pasará y que debo oponer una resistencia razonable. No se trata de responder con heroísmo, sino de proseguir con la rutina, que en mi caso consiste en escribir una frase tras otra, venciendo la tentación de abandonar. Los fogonazos de manía son breves y menos hirientes, pues he aprendido a controlarlos con menos esfuerzo. De repente, noto que no puedo parar. Si estoy escribiendo, se produce una avalancha de ideas que luchan entre sí, atropellándose mutuamente. Si estoy al volante, experimento la seducción de la velocidad. Pienso en Saint-Exupéry, pilotando un P-38 sobre el Mediterráneo, con la certeza de que no volverá a la base. Pienso en Hemingway, fanfarrón, pendenciero, inmaduro, limpiando la escopeta de dos cañones que utilizará para volarse la cabeza. Pienso en Montgomery Clift, protagonizando el suicidio más largo de la historia de Hollywood. Hace unos años, esta mitología me hacía apretar el acelerador, superando los 200 km/h. Ahora, compruebo que el indicador no supere la velocidad legal y me avergüenzo de mi pasado idilio con la velocidad, potencialmente letal.

(...) Seguiré escribiendo, a pesar de la dudas. Seguiré viviendo, a pesar de las horas más sombrías, cuando noto que las pérdidas lamen mi carne, como hogueras insaciables. ¿Qué es la locura? ¿Una regresión? ¿El reencuentro con el pensamiento mágico de la niñez, que se ríe del tiempo y del espacio? ¿Un infinito enrocado en una metáfora? ¿Un laberinto que derrota al hilo de Ariadna? Siempre he creído que Minotauro derrotó a Teseo, tal vez porque los monstruos vagan obscenamente por mi interior, burlándose de una paz que nunca llegará.

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