noviembre 01, 2022

Marwán: desde la Puerta del Sol hasta la Plaza de Callao, una tarde de Noviembre de 1968

 3/8/22

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Es el año 1968. Es un jueves. Es Noviembre. Es Madrid. Un joven palestino, obligado a emigrar por la irrespirable situación de su país, camina perdido por la Puerta del Sol. Pregunta a varias personas que lo acaban dando por imposible al no entender ni una sola palabra de lo que dice. No se rinde. Necesita ayuda y… “bingo”, la recibe en forma de mujer: una chica de Soria, bastante guapa, algo mayor que él, vestida con una falda demasiado corta para el frío reinante. Debe de ser una de las doscientas personas de todo Madrid que dominan el inglés, todo un milagro en esos años. En no más de dos minutos, ella le explica cómo ir a Malasaña, con el desenfado que la caracteriza. Él, realmente agradecido, escucha y se despide con una preciosa sonrisa. Es encantador. Ella también. Lo son tanto que él, sensible por naturaleza, siente una punzada de vacío al verla marcharse y decide lo que ni tú ni yo nos atreveríamos a hacer en un país extranjero: seguirla. Necesita saber algo más sobre esa mujer. Así que, mientras nuestra muchacha enfila la calle Preciados hacia Callao, él se sitúa unos metros por detrás, siguiendo, algo confuso, la estela de su falda. Titubea nuestro joven, sin tener muy claro cómo volver a abordarla ni qué excusa esgrimir. Son los trescientos veinte metros más largos e inciertos de su corta existencia, cuatro minutos donde cabe toda una vida. Justo antes de que ella sea engullida por la boca del metro, él decide acercarse, sabedor de que es su única oportunidad. No tiene ni idea de qué decir, pero aun así actúa. Sin calentamiento de ningún tipo, le pide el teléfono. Ella, confusa también, duda unos segundos, le pregunta para qué lo quiere y de dónde es, con ese acento raro. Él responde, tímido, que ha venido para estudiar desde Palestina y que, al no conocer a nadie en la ciudad, le vendría bien alguien con quien charlar, que lo sacara a pasear algún día. Al tenerla delante, no se puede creer que haya sido capaz de hacer algo semejante. Le late el corazón en todo el cuerpo, suda por los nervios como cuando corría delante de los tanques israelíes allá en su tierra. La espera se le hace eterna. Madrid entero contiene la respiración tras la pregunta del chico, el cielo es un chicle azul suspendido. Ella piensa en lo extraño de la situación, pero no hay brusquedad de ningún tipo en esa propuesta, más bien al contrario. La voz del chico es suave y cálida y ella se sonríe por dentro al sentirlo tan inseguro. Ella, intuitiva desde siempre, de golpe, percibe algo familiar, algo que le dice que no tema. Es como si entre los dos se colara algo así como el destino, la eternidad o el porvenir con su barba blanca y sus sabias palabras. Por eso accede y le da su número. Se lo escribe con su hermosa caligrafía en un papel de su agenda, sintiendo una bonita mezcla de halago y vértigo, pues fue educada en una época incierta de nuestra España, en la que las mujeres tenían que andar con ojo de con quién se juntaban. Realmente no sabe si hace lo correcto, pero de algún modo lo sabe e ignora toda amenaza, porque el joven árabe, que sorprendentemente tiene los ojos de un llamativo color azul celeste, desprende una luz y un encanto inauditos. Se despiden sonrientes, con un hasta luego, te llamaré. Son bellos y encantadores, demasiado puros para ser de verdad. Como os decía, en esos cuatro minutos cabe una vida, o en este caso dos: la mía y la de mi hermano, porque ese joven del que os hablo es mi padre y esa muchacha, mi madre. No podría decir el número, pero es incalculable la cantidad de veces que he pensado en esos cuatro minutos, en mi padre recién llegado de Palestina, con dieciocho, caminando tras mi madre, y en ella dándole su número, para siempre. Me sigo emocionando al revivirlo en mi imaginación, y al mismo tiempo, cada vez que viajo hasta allí, siento una punzada de angustia al pensar qué hubiera sido si esa joven chica de la falda corta no le hubiera querido dar su teléfono a ese chico árabe que la siguió desde la Puerta del Sol hasta la Plaza de Callao, una tarde de Noviembre de 1968, haciendo real la más bella historia de amor que Madrid jamás haya vivido en toda su larga y deliciosa vida.
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