Tras décadas de éxodo rural y crecimiento de las ciudades absorbiendo esa población nos enfrentamos a un punto de inflexión y de reflexión. La España interior, la España rural se ha ido quedando sin gente y muchos paisajes se están transformando por este abandono. El bosque ocupa terrenos agrícolas que ya nadie cultiva, muchos caminos se cierran, y la biodiversidad milenaria de paisajes en mosaico mantenidos con diversos usos tradicionales se ve amenazada por este cambio demográfico.
Como imagen muda de este cambio, en apariencia inexorable, tenemos estaciones de tren vacías, vías abandonadas, todo un sistema de transporte y conexión entre regiones y personas que ha sucumbido ante las líneas de alta velocidad, que conectan grandes ciudades, pero desconectan el poblamiento de grano fino, el que está compuesto por los pueblos y los pequeños núcleos urbanos.
En el siglo XIX más de la mitad de la población española trabajaba en el campo. Hoy en día, basta con un 2% de población para producir todos los alimentos que consumimos. Las zonas rurales europeas suponen más del 80% del territorio, pero son el asiento de 137 millones de personas, menos de un tercio de la población total. Más de la mitad de las zonas rurales europeas están en declive económico con una riqueza económica muy inferior a la de los entornos urbanos. En las zonas rurales, la poca población que queda envejece: la quinta parte tiene más de 85 años. A la despoblación y al envejecimiento se suman los problemas derivados de la dispersión geográfica y la baja densidad de población que dificultan la prestación de servicios básicos.
La desigualdad territorial crece y complica la puesta en marcha de estrategias efectivas. Pero la ciudad y el medio rural no son antagónicos como a menudo se plantea. Ambos forman parte de un mismo sistema continuo y se necesitan mutuamente. La ciudad no puede prescindir de los recursos alimentarios y energéticos, ni de los servicios ambientales que proporcionan las áreas rurales y las poblaciones rurales necesitan de los servicios sanitarios, tecnológicos y culturales que se desarrollan en el entorno urbano. Además, el análisis de la huella ambiental per cápita pone en valor el medio rural. Los productos de proximidad y la autosuficiencia, por ejemplo, están cambiando los valores relativos del campo y la ciudad.
Este gran cambio demográfico ocurre en un momento convulso e incierto a escala global. El cambio climático, la artificialización del suelo, la proliferación de infraestructuras y las múltiples formas de contaminación del aire, el agua y el suelo, están sometiendo a grandes extensiones del territorio a cambios ambientales rápidos y profundos. Incendios cada vez más intensos y devastadores junto a la pérdida de biodiversidad y de suelo fértil son impactos ambientales importantes del despoblamiento rural, lo cual realimenta y es realimentado por el cambio climático. Es algo que pasa en muchos países, pero ninguno tiene clara qué receta social, económica y ecológica debe aplicar.
No es sólo un dilema demográfico. También es energético. El Plan nacional para energía y clima plantea que para 2030 el 74% de la energía eléctrica provenga de fuentes renovables, lo cual implica multiplicar casi por 3 la capacidad de energía eólica y solar de España. Esto supone la ocupación de mucho de ese territorio con infraestructuras que fragmentan ecosistemas e impactan no solo el paisaje sino la biodiversidad y la provisión de muchos bienes y servicios.
La España vacía, vaciada o despoblada es en realidad la España indispensable, imprescindible y valiosa. La necesitamos para mantener la funcionalidad ecológica, para conservar la biodiversidad y asegurar muchos servicios esenciales, que como la depuración del aire y del agua, el control de plagas e infecciones o la polinización de las plantas, nunca podríamos pagar. La necesitamos para mitigar el cambio climático. No es cuestión de repoblarla de personas como se ha hecho en otros momentos históricos. Se trata de llenarla de contenido y estrategia. De darle sentido a la ocupación humana de este territorio y de integrar los retos demográficos con la acuciante crisis ambiental que nos afecta a todos.
Ante el despoblamiento rural caben varias opciones: no hacer nada (o nada eficaz, como hasta ahora), conservar el medio tal y como se encuentra ahora, conservarlo de forma activa para que se recupere y encaje las nuevas condiciones ambientales, someterlo a una explotación intensiva (por ejemplo con las controvertidas y poco deseables macrogranjas), o reinventar figuras de explotación moderada que combinen conservación y aprovechamiento en proporciones variables según cada territorio. La última parece una opción muy razonable, pero el desafío de gestión es complejo. Posiblemente toque recuperar algunos usos y costumbres, como el tren de cercanías. En cualquier caso, que no se nos olvide consultar a los que aún viven allí.
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