Estimada gente:
«Yo no quiero que mi hijo muera por Groenlandia». A cuenta del sarao del décimo aniversario de esta casa me pasé un finde largo en Madrid, así que además de saludar a la tribu contextataria y desvirtualizar colegas periféricos (a Gerardo Tecé, Pilar del Río, Ignacio Echeverría o Pablo Beramendi, entre otros, no los había visto nunca en persona), frecuenté familia, parientes y amigos a los que no suelo ver. Eran vísperas del Día de la Bestia Naranja y con la sinceridad que se genera en las circunstancias que intuimos más o menos históricas, el tema salió de forma espontánea en todos los que tenemos descendencia en edad bélica. «Mi sobrina dice que, si la movilizan, se tira al monte». «Pues yo a mi chaval lo encierro en la despensa o en donde sea». |
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Las horas antes del relevo en la Casa Blanca, a mí el ambiente me recordaba aquel previo a la I Gran Guerra (el que se describía en la literatura de la época, vamos), cuando por muchas nubes que se cerniesen en el horizonte, existía un esperanzado convencimiento de que no se produciría una contienda que nadie quería. O el de entreguerras, cuando se creía erradamente que los horrores del conflicto pasado evitarían que se produjese otro. La grotesca forma en la que se desarrolló el acto de la toma de posesión de Trump (ese tono de gran final de la World Wrestling Federation) o los horrores de fondo de las decisiones posteriores (la jaleada destrucción del legado de su predecesor con la saña de un escolar que rompe los apuntes del curso pasado) no me causaron ni la mitad de la desazón que la obscena presencia de los oligarcas de la tecnología y de la pandilla basura de la política internacional.
En El orden del día, premio Goncourt 2017, Éric Vuillard narra la reunión secreta que congregó en el Reichstag, en febrero de 1933, a los representantes de la gran industria alemana de entonces –y, en buena parte, de ahora: Opel, Krupp, Siemens, Bayer, Telefunken, Agfa…–, que concedieron enormes sumas de dinero a Hitler y a su partido para asegurar la «estabilidad» en las elecciones del marzo siguiente. Casi tres millones de marcos. «Inmediatamente alerto a todo el aparato de propaganda y una hora más tarde las máquinas rotativas suenan», escribió al día siguiente Joseph Goebbels en su diario.
Steve Bannon, una de las reencarnaciones actuales de Goebbels, afirmó en una reciente entrevista con Bloomberg que «Musk acaba de gastar un cuarto de mil millones de dólares [es decir, 250] para que Trump fuera elegido. Si pone la misma cantidad de dinero en Europa, pondrá a cualquier nación dentro de la agenda populista. No hay gobierno centrista en Europa que pueda aguantar semejante embestida». En relativo descargo de los capitanes de aquellas industrias que presidían la vida cotidiana del Deutsches Reich, ellos hicieron una apuesta por la estabilidad en una época turbulenta (de agitarla ya se encargaban los peticionarios). Pero ¿qué es lo que temen ahora los actuales fabricantes de las tecnoherramientas que usamos en nuestra existencia diaria? ¿La existencia de normativas que no han elaborado ellos? ¿El desprecio de una docena de escritores, unos cuantos académicos y la parte más decente de la humanidad? ¿Qué más quieren que ya no tengan?
Pese a lo que se suele decir, pese a las rotativas del ministro de la Propaganda, pese a la práctica prohibición de la actividad de la oposición, y contra lo que ellos mismos esperaban, el Partido Nacional Socialista Alemán no consiguió la mayoría absoluta. Para que aquellas fuesen las últimas elecciones que hubo en Alemania hasta 1949, los que saludaban como Elon Musk tuvieron que retorcer más de una ley (y bastantes cuellos). Eso es lo que ahora no se ha recatado en asegurar que hará el Agente Naranja.
Todo eso me ha traído a la memoria las cartas que un desesperado Joseph Roth escribió a Stefan Zweig cuando ambos erraban por Europa escapando de Hitler. De una, de noviembre de 1935, tengo apuntada una cita: «Aproximadamente no puede salir nada bien; aproximadamente solo puede, como mucho, salir algo mal. Es demasiado tarde. Antes, cuando empezó la gran inmundicia, se habría conseguido algo de una vez, si se hubiera constituido un gran frente común de la decencia». No me creo con derecho a ponerle deberes a nadie, pero dado que les remito esta carta y que, por lo tanto, ya son suscriptores de CTXT, supongo que lo pertinente es pedirle que apoyen en lo posible cualquier frente común de la decencia. Lo necesitaremos. Los necesitaremos.
Xosé Manuel Pereiro
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PERROFLAUTAS DEL MUNDO: CTXT. El suicidio de la Universidad pública, de Joaquín Urías
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