Sábado, 13 de abril de 2019
Afirmar
que el poder se compone de una trama de familias e intereses en lo
económico, mediático y político es algo así como descubrir que el
Mediterráneo está lleno de agua salada. Es más difícil, y necesario,
entender, explicar e intentar revertir o cambiar por qué una clase media
que aún se siente clase media, a pesar de que sospecha de que sus hijos
no van a poder disfrutar de una pensión suficiente, que quizás no van a
poder tener nietos porque no podrán tener acceso a un
trabajo estable y una vivienda, sigue votando las políticas que la han
llevado a este estado (que ellos aún no notan demasiado, salvo cuando
van a la seguridad social); por qué lo que fueron clases trabajadoras,
ahora jubiladas o en paro de larga duración, o recompuestas en trabajos
de falsos autónomos, han dejado simplemente de votar porque ni siquiera
entienden que eso vaya con ellas; por qué la España vacía vota las
estrategias que acabarán de convertir la meseta en una reserva de caza
para ricos; por qué la parte más dañada de la juventud expulsada del
sistema educativo a causa de su conversión en negocio se está yendo
también a la indiferencia cuando no el odio a la política. Explicar eso
es difícil porque implica no sólo hablar de la trama sino también de la
ignorancia sistémica de la izquierda de lo que no se ve o molesta ver,
de la incapacidad de entender que los eslóganes baratos no tienen
recorrido más allá de los fieles, reconocer que la burocracia produce
sordera a los ruidos de la calle, que la adicción al selfie mediático
genera miopía. En fin, la izquierda y su electorado está en una
situación similar a la de una parte de la pareja que ha sido descubierta
en infidelidad manifiesta y quiere salvar la situación mediante huidas
hacia adelante, algo así como "todo lo hice por el poliamor".
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