Estimado suscriptor:
Me vuelve a tocar saludar por carta a los suscriptores de CTXT en plena Semana Santa. Buenas. Por algún motivo -y hasta ahora nadie me ha llamado la atención, así que sigo haciéndolo- estas cartas a los suscriptores, al contrario que mis columnas en abierto, me sale escribirlas desde el más profundo chandalismo, como si lo hiciese en el grupo de whatsapp de mis amigos: en modo relajado, tumbado en el sofá y, de vez en cuando, contando algo de mi vida. Y a eso vengo. La Semana Santa, para uno que vive en Sevilla siendo plenamente ateo y conteniendo trazas de antisocial, es algo parecido a vivir en el edificio de al lado del Camp Nou siendo madridista en plena era Messi. Esta semana del año, al contrario que la Navidad (no soy anti nada), me deprime. Este año, cansado de que me pase lo mismo cada nuevo Domingo de Ramos, he decidido entrar de lleno en la investigación de adivinar el porqué. De momento tiro de hilos que salen de pequeñas pistas.
Tras escapar el domingo pasado del centro de la ciudad entre la multitud cofrade como Stallone escapaba en Evasión o Victoria, me vine al barrio de mis padres, desde donde escribo escuchando de fondo en la tele a los legionarios cantándole “el novio de la muerte” a una virgen de Málaga. Paseando la otra mañana con mi perro por la zona donde crecí y creyéndome libre de procesiones, me crucé con una iglesia que, al parecer, siempre había estado ahí. Aquel templo se llevaba camuflando a mi paso desde aproximadamente el año 90, que fue cuando nos vinimos a vivir por aquí. Esta vez la detecté. Ajá, dije, una iglesia. La pista me la dieron los centenares (creo que en realidad eran miles, pero quise pensar en centenares para controlar la ansiedad a las muchedumbres enchaquetadas) que esperaban a la puerta la salida de una virgen del barrio, con su Cristo, sus capirotes, sus tambores y trompetas acompañando. En un intento por hacer un Errejón y volverme transversal rodeado de mis vecinos, decidí que, ya que estaba allí, me quedaba a ver la salida y, ya de paso, observar aquella bonita iglesia centenaria que acababa de florecer en mi antiguo barrio con la primavera.
Me situé a unos metros prudenciales de la zona cero del fervor y me dediqué, de forma nada transversal, a observar a la gente trajeada que llegaba al evento con la misma mirada y arqueamiento de cejas con los que, seguro, nos observaban desde dentro del cuadro a mi perro, desnudo con solo un arnés y a mí, en chándal de escribir textos. Pasados cinco minutos que se me hicieron un calvario, la virgen empezó a asomar lentamente la cabeza por la puerta de la iglesia, mientras quienes la esperaban, empezaban a aumentar su nerviosismo. Algunos fumaban. Pensé entonces que aquello de la cabeza asomando y el nerviosismo entre los que esperaban me recordaba muchísimo a un parto, pero no tuve a quién decírselo más que a mi perro, que no iba a valorar mi ingenio y además me miraba con cara de pedir explicaciones por aquella parada absurda en mitad del paseo. Cuando el parto estaba cerca de culminarse –ya para ese momento mi cabeza imaginaba al capataz gritándole a los costaleros “agarrad fuerte la mano del de al lado y soplad, que viene otra contracción”- de repente lo transversal me estalló en la cara y tuve uno de esos repentinos ataques de desánimo profundo semanasantero que me hacen estar sumergido en esta investigación. En ese momento me imaginé como un figurante de la serie La Peste e imaginé que hace 500 años, en un lugar parecido a ese, otras miles de personas esperarían con igual ilusión y nerviosismo la salida de otra virgen, para que lloviese, para pedirle que evangelizara a los indios, para lo que sea. La sensación de estancamiento, unida a que recordé que al culminar con éxito el parto empezaría a sonar el himno de España, uniendo fuerzas el fervor nuevo al fervor anterior, me hicieron darle la razón a mi perro y dar media vuelta antes de que aquello se pusiese peor. A tomar por culo la transversalidad. De vuelta a casa de mis padres, huyendo del fervor trajeado como una cucaracha huye de un pisotón, probé cómo se siente un kamikaze que se mete en la autovía en sentido contrario, invadiendo el carril del pueblo transversal que caminaba con prisas para no perderse la salida de la virgen, que para colmo de la soledad, yo a esas alturas ya llamaba “el parto”.
Cuando ya había dejado el parto a unos doscientos metros de distancia, el himno de España comenzó a sonar a mis espaldas. Mi perro y yo nos miramos diciéndonos “por los pelos” y aceleramos el paso al tiempo que lo hacían también quienes circulaban por la autovía en el sentido correcto, atraídos por los acordes nacionales. No hubo un accidente de milagro. En uno de esos momentos que duran menos de un segundo, un par de chavales trajeados como si fueran esclavos de una multinacional gritaron, a paso ligero y emocionados, al escuchar el himno en la lejanía: “Arriba España”. El “Arriba” lo vi de frente, el “España” retumbó a mi espalda, momento en el que ya no supe si volver a casa de mis padres o seguir caminando hasta la frontera con Portugal.
Cuando comprobé en Google Maps que la casa de mis padres pillaba bastante más a mano que la frontera con Portugal, me metí en una calle perpendicular a aquella autovía. Carretera secundaria la llamé, ya puesto a bautizarlo todo como Robinson Crusoe en la isla. No rebauticé como Viernes a mi perro de milagro. Allí me sentí tranquilo pero fracasado por la sensación de soledad y huida a lo Puigdemont, personaje del que, por supuesto, se hablaba y no con cariño en algunos corrillos de la sala de espera del maternal ante la iglesia los cinco minutos que estuve intentando ser trasversal. Entonces me di cuenta. No es la Semana Santa el problema, esa pobre semana sólo es un escenario al que suben fervores que detesto/me deprimen/desilusionan. El problema soy yo, que como espectador pide ver una obra que quizá no existe. Soy de los que se ilusionan con un nuevo tipo de operación con células madre en el que ha sido pionero un hospital público andaluz, ahí te silbo el himno, te toco el tambor y te canto una saeta. Soy de los que sacan pecho hablando con un extranjero porque España esté a la cabeza en derechos de los homosexuales o de los que se cabrean porque nuestras universidades vayan a la cola. Soy, me he dado cuenta estos días de escenarios patriotas –qué son si no las vírgenes locales acompañadas de himnos nacionales- el tipo de patriota más idiota que existe en todo el catálogo de los patriotismos posibles: el que, por un lado, no pasa –sería lo más sano e inteligente en estos casos- porque le gusta la idea de país mejor, y por otro lado aborrece hasta el vómito la idea dominante de patria que hoy tenemos aceptada como válida.
Pues tienes un marrón, me dijo mi perro en ese momento, ya los dos caminando solos en dirección correcta por la carretera secundaria. Cuando le estaba explicando que sí, que tenía un marrón y que me venía de lejos, porque yo ya era patriota de ese tipo antes de que llegaran los de Podemos a vender el concepto como nuevo, él se paró, me miró y me dijo: tío, qué mal te sienta la Semana Santa, estás muy rayado, relájate un poco no me refería a ese marrón. Joder, perdona, le dije, saqué mi bolsa del bolsillo del chándal, recogí el marrón y seguimos caminando. Él más liberado que yo.
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