Lo
que más me cuesta en la enseñanza es evaluar y decidir notas, aún más
evaluar artículos para publicar en revistas y lo peor de todo, decidir
sobre puestos de trabajo. Siento después un agotamiento físico,
psicológico y moral que me lleva días superar. Aunque sea incomparable,
sé por la gente que me es cercana que la gente de sanidad que tenían que
decidir quiénes habrían de recibir cuidados intensivos han estado
expuestos a un estrés sobrehumano. Las tensiones entre criter
ios
médicos y los morales acababan con sus fuerzas. Por eso, cuando te
enteras de la existencia de protocolos administrativos decidiendo
fríamente sobre la vida de los ancianos en las residencias, sin ninguna
deliberación más que la edad, se me revuelven las entrañas. Protocolos
administrativos. Eso es estrictamente la banalidad del mal. Órdenes de
obligado cumplimiento que deciden sobre la vida y la muerte sin mirar
las circunstancias. De todas las infamias que están desvelándose estos
meses, esos protocolos merecerían ser reproducidos y leídos en todas las
clases de ética para entender como la indiferencia al daño, que no es
otra cosa en lo que consiste la maldad, está siempre escondida en el
corazón del estado.
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