julio 17, 2022

Era diecisiete de enero de 1958, de Amelia Díaz Benlliure

 17/6/22

Amelia Díaz Benlliure

Era diecisiete de enero de 1958.

Juan esperaba en el Paseo de Ribalta, caminando sin cesar de un lado a otro, nervioso, impaciente...
Apenas veía los árboles y las pocas flores que la estación permitía sobrevivir en el parque. La tarde fresca de invierno, pero templada por el sol mediterráneo, no conseguía enfriar su ánimo: se notaba casi sudoroso.
Con el pelo negro, los ojos oscuros, de mirada profunda, parecía un galán de cine. Pero Juan se sentía muy poca cosa mientras paseaba...
Ya eran casi las cuatro. Ella no tardaría en aparecer. O, al menos, eso esperaba.
Después de su primera y única carta, hubo un silencio de tres años. Tres años de guerra en Sidi Ifni, de soledad, de infierno. A veces, releía: «No vuelvas a escribirme; mi madre no me lo permite».
Pero la guerra había terminado y él regresó y la buscó. Le dejó una nota a una vecina que hizo de mensajera y confió en que Amelia le concediera una cita, después de tres años sin saber nada el uno del otro.
Había sido una lucha tremenda contra todos los elementos.
Él era un «muerto de hambre» que había llegado desde Córdoba hasta Castellón, en busca de trabajo. No tenía familia. Se había criado en un hospicio después de quedar huérfano durante la maldita guerra. Y, ahora, después de su regreso, vivía en una pensión.
Amelia era la hija pequeña de una familia «bien». Su padre había muerto cuando ella tenía diecisiete años y su madre hacía tan solo uno. Vivía con un hermano soltero al que tenía que dar cuentas de sus entradas y salidas y que, Juan lo sabía, nunca le aceptaría.
Se habían conocido yendo en tren hacia Madrid. Amelia, a visitar a su hermana y echarle una mano con los niños. Juan, a incorporarse a su destino como paracaidista. Fue un flechazo. Ninguno lo imaginaba, pero, tres años después, ahí estaba Juan, sudoroso, nervioso, impaciente... esperando a Amelia.
Ella llegó puntual. Hermosa, radiante a pesar del luto. El vestido negro acentuaba aún más su esbeltez. Sus grandes ojos color miel, su cabello castaño, un toque de carmín en los labios... Juan no podía dejar de mirarla mientras se acercaba. De admirarla.
Era diecisiete de enero de 1958.
El diecisiete de junio de 1958, mis padres, Juan y Amelia, se casaron.
Exactamente cinco meses después de su primera cita.
A pesar de todo.
A pesar de todos.
No pasaron separados ni un día desde entonces.
Hoy celebrarían su 64° aniversario de casados.
Seguro que lo celebrarán juntos. Seguro.
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