Estoy al otro lado del cristal, pero su marido el mirlo no se ha espantado al verme sino que está quieto al otro lado, sobre la barandilla del balcón. Ladea la cabecita y me clava un ojo como de azabache rodeado de un círculo precioso, tan naranja como el pico afilado. Me reta, creo. Y me odia. Quizá me culpe de algo, pienso. Puede que esté indignado por haber perdido su casa; quiero decir, su nido. El negocio particular instalado en el local de abajo ha decidido remodelar la fachada del edificio desmochando una pequeña cornisa que llevaba allí desde 1915, sin ni iquiera pedir permiso al resto de la comunidad de vecinos. La libertad del emprendedor, dicen… Puede que la familia del mirlo anidara en la cornisa defenestrada por mor de intereses empresariales y/o especulativos. Un desahucio y a la puta calle. Otra posi bilidad más fantástica, —pero es que una se dedica a lo que se dedica— es que el pájaro, cansado de que los seres humanos destrocen su hábitat en la capital de la tala, haya decidido acabar con todos ellos empezando por mí, como aquellos de la película de Hitchcock. Siento un escalofrío. Estoy como Tippi Hedren pero sin glamour, en pijama.
Hago un gesto para espantarlo, pero el mirlo ni se inmuta. Pero, bueno… ¿qué pretende? Está claro que le he pillado con las manos —patas— en la masa, es decir, intentando allanar mi domicilio. Claro, como los de abajo le han echado de su casa, pretende hacerse con la mía por la fuerza. ¿Es acaso un okupa? Sus maneras violentas así lo atestiguan, estoy por llamar a la policía. Y encima el tío es negro como el carbón… Lo dicho: un sospechoso habitual. «¡Paga un alquiler!» le suelto desde el otro lado del vidrio. Me siento a salvo porque es de los buenos, climalit: «Ni un arañazo le has hecho, tontolaba». Pero qué digo, ¿alquiler? Este montón de plumas —pluma: otra señal— se convertiría de inmediato en un inquiokupa, plaga novedosa y virulenta que transforma a quien vive de alquiler en delincuente moroso. Eso al decir de la gente de orden, sobre todo las señoras con piso en la playa, ayusers, desokupas y cryptobros. Los inquilinos han dejado de ser los vecinos de siempre y ahora, como los pensionistas —ellos dicen viejos— se han convertido en caraduras que viven del cuento. Que se preparen, que no les va a servir de nada ser españoles Nanay. Aunque podrían tenerlo peor, como el mirlo, que es negro.
Vuelvo a intentar espantarlo pero solo se mueve al otro lado de la barandi l lla dando saltitos, sin perderme de vista. Esto ya pasa de castaño oscuro. Un momento. ¿Y si el pájaro no fuera un pájaro? Ya está: recuerdo aquella noticia pospandémica que alertaba de que todos los pájaros del planeta habían sido sustituidos por drones vigilantes programados para controlar nuestros pasos. Los más informados organizaron manifestaciones para concienciar a la población llevando carteles con el lema «Los pájaros no existen».
Miro al mirlo. Me devuelve la mirada. Ese ojo de joya tiene que ser de vidrio; es evidente que detrás hay una cámara. El artilugio debe de haberse estropeado al golpearse contra mi ventana y se ha delatado. ¿Será tecnología china o rusa? No, seguro que es de los gringos: la están cagando con la IA, reflexiono. En ese momento el pájaro abre las alas y vuela hasta la rama más cercana, alejándose la distancia de seguridad justa y necesaria para que no le alcance si abro la ventana. Pero me sigue mirando desde allí, más chulo que un ocho. Uff… Estos cabrones han conseguido hasta leer las mentes. Tengo que hacerme un gorrito con papel albal. ¡Ah, no! Que aquello de los pájaros inexistentes-drones fue una movilización mundial para cachondearse de los magufos, negacionistas, terraplanistas y sus bulos demenciales. Menos mal, me quedaría más tranquila si no fuera porque el pájaro sigue ahí. Vigilándome.
«Pero, ¿qué quieres?», le pregunto. Abre el pico y parece que va a contestarme, porque como los loros y cuervos, los mirlos pueden articular palabras y hasta frases enteras. Y este se parece mucho al cuervo de Pajaritos y Pajarracos, la película de Pasolini, en el que el pájaro habla y da la turra filosófica marxista a Totó y a Ninetto. El rollo de la lucha de clases aquella entre gorriones y halcones, ya saben. Hasta les incita a cagarse —literalmente— en la propiedad privada. Al final los dos hombres se comen al cuervo. Ay, pobre Pier Paolo. «¡Cuidado, mirlo! ¿No querrás acabar así?», le amenazo con el dedito y al fin echa a volar, como si hubiera entendido todo, palabra por palabra.
La familia de mirlos no ha vuelto por aquí y ahora, tonta de mí, no dejo de pensar en ella. Me gustaría saber qué ha sido de mis vecinos.
Pilar Ruiz
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