14/07/2025
Por Azahara Palomeque Escritora y doctora en estudios culturales
Imagen de archivo de mujer paseando por la calle en plena ola de calor, a 16 de junio de 2025, en Madrid.
Contemplo en el telediario a grupos de personas atrapadas en alguna estación de tren a la espera de que se reanuden las líneas que van en dirección a Barcelona. Con el noreste peninsular inundado, mucha gente ha tenido que cancelar viajes de negocios, pero también visitas familiares o los típicos planes de vacaciones que van resultando cada vez más incómodos, más arriesgados, más desafiantes respecto a las nuevas circunstancias que impone la naturaleza. Cada verano, no es raro escuchar en los medios las desdichadas aventuras de turistas varados por retrasos en los transportes que nacen de las inclemencias del tiempo; además, hay lugareños o forasteros evacuados debido a los incendios; días de playa al sol de un Mediterráneo tórrido e inflamado, como las noches en las que no se puede dormir, excepto debajo del aire acondicionado o, en su defecto, un ventilador. Hace poco, en plena ola de calor, decidí no acompañar a mi madre ese fin de semana que ella tenía reservado en Cádiz: "37 grados con humedad son más peligrosos que mis 42 secos", le dije, desde Córdoba, y así me quedé, en casa deambulando entre la tiniebla oscura que nos protege, dentro de un clima que casi no admite protección posible.
Verano sin vacaciones (Piedra Papel, 2023) es un libro incisivo de Ana Geranios, donde la periodista narra su experiencia privada de horas de asueto porque, siendo originaria de San Pedro de Alcántara –el pueblo aledaño a Puerto Banús– su período estival lo sufre trabajando en hoteles. Esa es la experiencia de miles de españoles, condenados al servilismo para quien llega de fuera a subir el PIB, no necesariamente a engordar la mayoría de los bolsillos. Ahora bien, no me estoy refiriendo a ese fenómeno, sino a haber perdido las ganas de viajar; a sentir una mezcla descarnada entre la pereza y la culpa al poner en marcha el cuerpo que apenas desea permanecer dentro de sus lindes, leyendo o escribiendo; como mucho, yendo a la piscina o a caminar por la ribera del Guadalquivir. Esta última, la culpa, sin duda procede de un mal endógeno fácilmente identificable: los apartamentos turísticos —en mi barrio, en otras ciudades— expulsan a los vecinos y privan especialmente a la juventud de ese derecho violado al techo. El problema de la vivienda, junto a la emergencia climática, se están transformando poco a poco en grandes causas disuasorias de la movilidad, síntomas de una conciencia que suplica no desatar más daño, en lo posible, a falta de regulaciones severas, sistémicas, políticamente consensuadas.
La pereza, tan denostada por nuestras sociedades productivistas, pecado capital, pero alabada en otras culturas y de tono ligeramente disidente —en Brasil, el escritor vanguardista Mário de Andrade elevó al rango de héroe nacional a Macunaíma, protagonista de la obra homónima (1928) y vago por decisión propia—, sobreviene de no querer empacar maletas; de no querer atravesar montañas y mesetas, sobrevolar mares para aterrizar en el otro confín lejano a mi biorregión, de paisaje alienante; de no querer hacer fotos a monumentos híper retratados como si descubriera lo que ya estaba descubierto. En otras palabras, brota cierta apatía ante la perspectiva de transitar, en la expresión de Marc Augé, un "no-lugar", el espacio donde apenas ser la máscara teledirigida del comercio, fruto de la transacción que se gestiona también en la carne de las poblaciones desplazadas. Me hace ilusión visitar a amigos que viven lejos; algunos periplos laborales se disfrutan por las afinidades creadas en torno al pensamiento; y, a veces, ofrezco mi hogar a los otros que arriban, con poco gasto y un vino, lo importante a secas, despojados de ínfulas. Si pudiera, eso sí —si tuviese casa allí— me iría a mi pueblo, entre ferias y verbenas, para conmemorar los veranos de la infancia.
En el fondo, auspicio una voluntad de huida en muchas personas relacionada con la necesidad de posicionamiento social, pero también con residir en pisos minúsculos poco adaptados a las temperaturas extremas, demasiado frecuentes; con el agotamiento tras jornadas laborales maratonianas; con una carencia de exposición a zonas verdes, parajes bellos y diáfanos distintos al cotidiano hormigón de los madrugones. Y, entonces, me da por aventurar que quizá en otro paradigma más amable y descansado, en mitad de una comunidad entretejida de afectos, labrada a base de urbanismo verdecido, las vacaciones caerían por su propio peso de la lista de prioridades, porque ya viviríamos cuajados de gozo. ¿Quién anhelaría, en su sano juicio, trasladarse a un "no-lugar", habiendo lugares que signifiquen por sí mismos, que nos otorguen sentido en vez de robárnoslo? ¿No se puede ya aspirar a satisfacer ambiciones humildes? Y no escapar del hacinamiento, ni padecer desastres ecológicos, ni contribuir a una industria que nos vuelve extranjeros en nuestra propia casa, cosa que nunca se encarga de decir —casualidades desatinadas— el patrioterismo más rancio. Lo nuestro, la tierra firme, el lar más apegado a las entrañas: sigo esperando que le saquen una bandera, justo lo contrario a venderlo tan barato.
...................
PERROFLAUTAS DEL MUNDO: Entrevista a Ana Valero "Los dirigentes de Vox hacen declaraciones y propuestas que pueden ser consideradas discurso del odio"

No hay comentarios:
Publicar un comentario