marzo 17, 2015. Autor: Jorge Majfud
Natural
es todo aquello que inventaron los hombres y las mujeres antes que
naciésemos nosotros; toda mentira que no cuestionamos es necesariamente
una verdad. Una mentira útil nunca sirve al engañado sino al que engaña.
Una mentira útil, un instrumento de la perversión inhumana es el
patriotismo.
Por todos lados vemos inflamados
discursos patrióticos, actos públicos, guerras y matanzas, ofensas y
contraofensas, ceremonias de honor y ritos solemnes impulsados por esa
orgullosa y arbitraria discriminación que se llama patriotismo. Claro,
no se pueden montar discursos en nombre de los intereses de una clase
social, ya que la tradición no es suficiente para sostener un concepto
moralmente insignificante y generalmente negativo, como lo es el
concepto de «interés». Por lo tanto, se apela a un concepto de larga y
bien construida tradición positiva: el patriotismo. Con ello, se niega
la división interna de la sociedad afirmando la división externa. La
división interna —de clases, de intereses— no desaparece, pero se vuelve
invisible y, a la larga, se consolida con la sangre del patriota que no
pertenece al reducido círculo de los intereses que la promueven. El
patriota muere religiosamente por su patria. Su patria concede medallas a
sus padres, a sus hijos, y toda la seguridad a sus «intereses». Así,
morir es un honor. El honor no procede de una reflexión moral sino del
discurso patriótico, del rito, de los símbolos nacionales, de una
virtual trascendencia del individuo en la «salvación» de su patria.
No
voy a entrar ahora a analizar el significado de la trágica sustitución
de interés real por patriotismo interesado. Simplemente me bastará con
anotar que sólo la idea de «patriotismo» es insostenible, desde un punto
de vista humano, desde la conciencia de la especie a la que
pertenecemos. Es más: el patriotismo no sólo es insostenible para
cualquier humanismo, sino que se lo usa para destruir a una humanidad
que busca, desesperadamente, su conciencia universal.
El
sentimiento patriótico es pasivo y activo, es impulsado por los ritos,
por los discursos y por las ceremonias. Pero también es el motor de
todas ellas. El patriotismo es la conciencia egoísta de la tribu que le
impide la evolución a un estado de conciencia universal: la conciencia
humana. El patriotismo es uno de los mitos más consolidados desde los
últimos siglos. Por naturaleza, el patriotismo no sólo es la
confirmación casi inocente de la pérdida de individualidad en beneficio
de un símbolo artificial, creado por la milenaria tendencia humana del
dominio de una tribu sobre las otras.
Ahora
bien, podemos decir que un país puede ser una región cultural más o
menos definida —y siempre imprecisa—; que la idea de país tiene ventajas
en la organización administrativa de la vida pública. De acuerdo. Pero
el reclamado sentimiento patriótico, mezcla de fanatismo religioso y
utilidad secular, antes que nada es la negación de todos los pueblos que
no incluyen al patriota. Si soy nacionalista, si soy patriota, estoy
dando prioridad moral a un conjunto de hombres y mujeres desconocidas
(mis compatriotas) sobre un conjunto más amplio de desconocidos (la
humanidad). Puedo beneficiar a mi familia, a mi ciudad, a mi país en
alguna decisión propia. De hecho siempre tendremos tendencia a
beneficiar a nuestra familia antes que a la familia del vecino. Pero
puedo hacerlo de forma consciente y no valiéndome de una mentira para
justificar cualquier acto delictivo de alguno de los integrantes de mi
círculo afectivo más próximo. Y el patriotismo es precisamente eso: una
condición de irreflexividad. Para ser patriota debo aceptar cierto grado
de acrítica —a veces mínimo, a veces obsceno—, pero ese grado, por
mínimo que sea, es todo lo que tiene de patriota un individuo. Todo lo
demás es lo que tiene de individuo. Esto no niega que alguien pueda
sentir «amor» por un lugar concreto, por un país, y que pueda dar la
vida en su defensa. Un sentimiento de amor es irrefutable. Pero este
«entregar la vida por amor» no significa que la motivación de los hechos
no esté motivada en un error, en un engaño. El amor es irrefutable,
pero lo que hace el amor sí puede serlo. Y para que ese amor se
identifique con la motivación errónea en necesario, además, un fuerte
sentimiento patriótico. Para que ese amor nos lleve a la muerte sin el
paso previo de una profunda reflexión moral es necesario un código
incuestionable, una condición de fanatismo, el anestésico de un rito
religioso, el patriotismo. De esta forma, la estrategia más efectiva del
patriotismo consiste en identificarse —entre otras cosas— con el amor,
es decir, con el altruismo, siendo que su objetivo es, paradójicamente,
egoísta. Es decir, en nombre del altruismo, el egoísmo; en nombre de la
unión, la discriminación.
No
podemos negarlo. Todo patriotismo significa una discriminación, un
crédito que extendemos a quienes comparten nuestra nacionalidad y se lo
negamos a quienes no la comparten. Ahora, ¿por qué este crédito? Este
crédito moral sólo puede tener una función profiláctica, pretende evitar
la crítica y el cuestionamiento a quienes poseen el beneficio, la
alianza interior. Pero es un crédito injusto, inhumano, discriminatorio,
arbitrario.
La
reflexión es cuestionamiento, el cuestionamiento es duda, y la duda
siempre es un estorbo para los intereses ajenos. Un soldado que piense
gasta inútilmente sus energías mentales. Si acaso se niega a ir a una
guerra que considera injusta, recibirá todo el peso de la ley, la
cárcel, y la lapidaria deshonra de «traidor a la patria». Lo que
demuestra, una vez más, que sólo un reducido grupo —con intereses y con
poder— puede administrar el significado de lo que es y no es «patriota».
Es decir, patriota es alguien que no cuestiona, que no critica. El
patriota ideal no piensa.
Yo
me reconozco como uruguayo. Reconozco una vaga región cultural llamada
Uruguay. Pero de ninguna manera soy patriota. Me niego a ser patriota
como me niego a responder a una raza —otra histórica arbitrariedad de la
ignorancia humana—. Me niego a inyectarme ese sentimiento militarista.
Ser patriota es confirmar la arbitrariedad de haber nacido en un lugar
cualquiera de este mundo, negando el mismo derecho que merece un
africano o un asiático de merecer mi más profundo respeto, mi más firme
defensa como ser humano. Desde niños, las instituciones sociales nos
imponen ese sentimiento. Hace varios años uno de mis personajes, en el
momento de jurar «dar la vida por su bandera» en su tierna infancia,
gritó «no juro», alegando que ese juramento era inválido e inútil, que
gracias a ese juramento los asesinos y corruptos podían recibir sus
credenciales de ciudadanía igual que cualquier honesto trabajador. Etc.
Estoy de acuerdo con mi propio personaje. ¿Por qué debo amar a un
desconocido compatriota más que a un desconocido australiano o más que a
un desconocido portugués? ¿Por qué habría de entregar mi vida por una
región del mundo en desmedro de otra? ¿Por qué el Uruguay habría de ser
más sagrado que el Congo o Singapur? ¿Por qué debo considerar a mis
compatriotas más hermanos que un argelino o un mexicano? Sí, me siento
culturalmente más próximo a otro uruguayo, compartimos una historia, una
forma de sentir el mundo, de hablar, de comer. Pero eso no le da
prioridad a ningún compatriota mío a ser considerado más ser humano que
cualquier otro.
Por todo eso, y por mucho más, no soy patriota.
Seré patriota el día que se reconozca como única patria a la humanidad —así, sin discriminaciones.
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