Apreciad@
Cuánto tarda el dolor en doler. A eso me refiero.
Cuánto tarda el arañazo en ser grieta y cuánto por esa brecha fluir un gas dorado como la lluvia entre los muslos de la joven Danae en el cuadro de Klimt,
pero en sentido contrario.
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El escritor Manuel Vázquez Montalbán no mira a la Dolors al pedir un dry Martini porque la barra del Boada’s refugia a los viajeros que no serán turistas.
Nunca se vuelve a casa, Manolo.
Efectivamente.
Ella sabe que lo pide por la oliva, y esa es la razón por la que, después de que el poeta deposite el palillo sobre el cuenco, la Dolors vuelve a colocar en la copa una aceituna en una maniobra de la que nadie, ni siquiera ella, se percata.
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La que huye de forma congénita aprende y asume la idiotez de una ruta, la idiotez que encierra la idea de un peregrino. La que huye aprende y asume la suma importancia del alimento. En el Mercat de la Boqueria, la Carmeta acaricia una cigala para hacerla bailar.
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La actriz Noël Olivé encabeza la comitiva que enfila Las Ramblas desde la calle Hospital. Le sigue un puñado no compacto de gentes del teatro, de la música, de la literatura, del cine y un Dj, trabajadores, currantes, un puñado que a simple vista ni siquiera parece un puñado, que jamás parecería un grupo de turistas, en ningún lugar del mundo. La actriz tararea una pieza de Crystal Gayle muy probablemente incluida en la película One from the heart, esa que mandó a Coppola a la bancarrota. Canta Corazonada y carga con las cenizas de Eddy Collins.
—Eddy, colega, ¿a qué altura de Las Ramblas está el Rívoli?
—Yo qué sé.
—No me jodas, ¿en qué número?
—¿Las Ramblas tienen números?
Eddy Collins, negrazo culto y hombre de encuentro, vio a Mick Jagger quemar una silla en la chimenea de la suite antes de pasar a ser el barman del Rívoli, aún coctelero del Ritz.
La comitiva aún no ha decidido qué hacer con las cenizas de Collins. Cabe la posibilidad, y cabe mucho, de que ninguno de los miembros del séquito haya decidido ni una sola cosa en lo que va de vida. Sencillamente han echado a andar, pero una vez rebasado el mosaico de Miró tienen ya claro que no se dirigen a ningún lugar en concreto. Así que, poco a poco, como suceden los pozos, van dejado caer lo que fue Eddy Collins en un acto sin intenciones ni subversión.
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Cuánto tarda el dolor en salar.
Cómo lo reconoce la que huye, cómo es capaz de reconocer la dirección exacta hacia la que dirigirse tras ser depositada en un extremo de la ciudad, saber inmediatamente, esa primera noche, que el primer ferrocarril al que se sube va a morir al inicio de Las Ramblas. Corría septiembre de 1986 y en la Bodega Bohemia, “donde los artistas nacen”, los universitarios de extrarradio trataban de amacarrarse.
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El escritor Francisco Casavella aún no ha llegado a la Plaça Reial y ya está pensando en irse. Su primera novela, El Triunfo, le ha vuelto a imponer una entrevista, esta vez para El Mundo. En la calle de la Cera del Barrio Chino, una entrevista ya dura demasiado antes de empezar. Frente a la puerta de El Lokal libertario ha visto pasar a Peret, y también cómo la periodista ni siquiera se ha dado por enterada. Cruza la Plaça Reial y justo en el momento en el que rodea la fuente de los yonkis, Nazario abre el portal de su casa, a su derecha.
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Toda huida es –del verbo ser– un ejercicio contra la nostalgia. Ese tipo de ejercicio que consiste en ir borrando, con salivilla y dedo índice, la geografía que dejamos atrás: nosotras.
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Cuentan que en la azotea del Hotel Oriente –“habitaciones decoradas con estilo moderno”–, una noche, dos escritores que poco tiempo después recibirían borbónicas lisonjas acabaron bailando en calzoncillos. Y música no había. Y no seré yo quien lo niegue.
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Tras comprobar que la edad de las muchachas es inversamente proporcional a su capacidad para bailar un guaguancó, el cantante Joaquín Sabina mira a Pere Camps, anfitrión, faro y guía, y sale del Jamboree. Alcanzan Las Ramblas a paso ligero y en lo que se tarda en cambiarse de acera, una nubecilla entregada y ebria rodea al de Úbeda. La veterana que toma la palabra ya se maquillaba como la Bardot tres décadas atrás: “Nen, que soy vecina de aquí, de Nou de la Rambla, vente pa casa”.
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El 9 de agosto de 1992, minutos antes de la medianoche, ocurrió en Barcelona uno de los acontecimientos más extraordinarios que nadie recuerda como tal. “Ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos”, se llamaba. Habían pasado por el escenario del Estadi Olímpic gentes de bien y gentes de olor, nada cercano al prodigio, cuando, ya para cerrar, sucedió. Sucedió y quien quiso hacerlo, quien estaba dispuesto, descubrió el significado de lo oculto. Aparecieron sobre el escenario Peret, Los Amaya y Los Manolos. ¡Peret, Los Amaya y Los Manolos! Hay que tener una seguridad en ti misma a prueba de idiotas, hay que patear el suflé de fatuos y de lechuguinos, hay que ser Barcelona, aquella Barcelona, para saber de qué estamos hablando. Una voz alertaba por megafonía que aquello se iba a hundir. Elásticos atletas de todos los colores ocupaban la rumba y el desorden.
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El genial artista de difícil clasificación llamado Jaume Sisa contempla la imagen de Las Ramblas. No sabemos dónde la contempla, pero sí lo que piensa. Piensa que no las reconoce.
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El dolor tarda en doler el tiempo que una tarda en desembridar la inteligencia y, ya con la inteligencia descompuesta, planta cara a la herida sin corazón ni monsergas.
Cuando yo –salivilla y dedo índice– minuciosamente me borraba las redes íntimas, las urbanizaciones, colocaba Las Ramblas en los blancos que me iban quedando. Las Ramblas, una y otra vez.
Y sí, Manolo, “ante el horror de la ciudad sumida/ retorne el extranjero a su patria propicia/ la memoria”.
Solo eso.
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