Javier Nix Calderón · 5/9/2017
EDUCAR PARA EL AMOR
Ya sé que llego tarde, como casi siempre, pero tengo algo que decir. El tema es el siguiente: un grupo de madres y padres celebran, en un grupo de Whatsapp, que un niño diagnosticado con síndrome de Asperger haya sido excluido de la clase a la que van sus hijos. Se suceden las expresiones de alivio, los “gracias a Dios”, los “biennnn”, los “ya era hora”. Sin entrar en el asunto de los grupos de Whatsapp de padres y madres (una herramienta que en las manos equivocadas puede hacer mucho daño), hablamos de la exclusión de un niño de su clase habitual por una condición (siempre evito hablar de trastorno) diferente. Y esto es grave. Gravísimo.
Como profesor, he tenido la inmensa suerte de encontrarme con personas de todo tipo durante los años que llevo ejerciendo. Comparto hábitat con adolescentes y profesores, personas con diferentes capacidades, caracteres y formas de relacionarse. Como siempre, aprendo más de los alumnos que de mis compañeros, salvo honrosas excepciones. Considero que los chicos, con sus personalidades aún en formación, con su ingenuidad, con su alma sin contaminar por el mundo de los adultos, me han enseñado mucho. En mis clases, el aprendizaje es bidireccional. Una clase es un espacio de libertad, a pesar de las normas, los exámenes, los ejercicios y las evaluaciones. Así lo entiendo y así lo transmito.
Este año tuve la suerte de tener como alumnos a un chico y una chica diagnosticados con el síndrome de Asperger. Los rasgos del Asperger incluyen dificultad para relacionarse con los demás, incapacidad para identificar sentimientos y dificultad para entender las intenciones de los demás. Son personas vulnerables, pues carecen de las herramientas para enfrentarse a situaciones de estrés y cualquier palabra o actitud que ellos consideren negativa puede herirlos. Observé en ellos estas dificultades. Pero también aprecié en ellos una educación exquisita. Mi alumno me saludaba todos los días con un ceremonioso “Muy buenos días, Javier, ¿cómo estás?” a lo que yo siempre respondía con igual ceremonia “Muy bien, Jesús, muchas gracias, ¿y tú?”. Él siempre respondía y no dejaba de mirarme y sonreír hasta que consideraba que nuestra interacción había terminado. Aprecié en ellos un interés extraordinario por el mundo que les rodea, interés que nace de lo difícil que les resulta comprenderlo. Mi alumna, además, hacía gala de una sensibilidad especial, que le había llevado a escribir poesía con notable destreza. Sé de lo que hablo, pues ella misma me mostró sus poemas. Un día, me pidió hablar en privado. Cuando nos quedamos a solas, me preguntó: “Javier, hace varios días que te noto diferente conmigo, ¿he hecho algo que te haya molestado? No sé, es que como me pasa lo que ya sabes a lo mejor he hecho algo mal y no me he dado cuenta”. Su ternura me dejó completamente desarmado. ¿Cuántas veces las personas consideradas “normales” muestran semejante dulzura? No supe qué decir, pues no me ocurría nada con ella, así que le di un abrazo. Uno fuerte. Las palabras no siempre nos ofrecen la respuesta que buscamos.
Una persona con Asperger no tiene ningún problema. Simplemente no entienden las emociones y los sentimientos como los demás hacemos, ni tienen las herramientas sociales para relacionarse con normalidad. Pero son personas extraordinarias y extremadamente vulnerables. Sufren, como todos en algún momento, pero quizás ellos en mayor medida. Imaginemos cómo sería habitar un mundo cuyos ritos sociales no entendemos. Imaginemos no comprender lo que sentimos y por qué lo sentimos. Imaginemos no saber cómo hacer amigos. Imaginemos no tenerlos. Y ahora, pensemos en ese niño argentino que ha sido expulsado de la clase a la que ha ido toda su vida. Con tener la mitad de la dulzura y la bondad que mi alumna sería suficiente para experimentar un profundo sentimiento de asco y vergüenza. Yo, al menos, siento ese asco y esa vergüenza, pero no voy a quedarme con ello dentro. Voy a usarlo para quererlos más, para ayudarlos más, para estar más cerca de ellos y que sepan que en mi mundo siempre tendrán un espacio. Educamos para la libertad y para aprender a amar, a pesar de los recortes, de la falta de recursos educativos, de la falta de apoyo especializado. El amor hacia ellos no es suficiente, pero el primer paso para ayudar es amar. Y no hay más.
Ya sé que llego tarde, como casi siempre, pero tengo algo que decir. El tema es el siguiente: un grupo de madres y padres celebran, en un grupo de Whatsapp, que un niño diagnosticado con síndrome de Asperger haya sido excluido de la clase a la que van sus hijos. Se suceden las expresiones de alivio, los “gracias a Dios”, los “biennnn”, los “ya era hora”. Sin entrar en el asunto de los grupos de Whatsapp de padres y madres (una herramienta que en las manos equivocadas puede hacer mucho daño), hablamos de la exclusión de un niño de su clase habitual por una condición (siempre evito hablar de trastorno) diferente. Y esto es grave. Gravísimo.
Como profesor, he tenido la inmensa suerte de encontrarme con personas de todo tipo durante los años que llevo ejerciendo. Comparto hábitat con adolescentes y profesores, personas con diferentes capacidades, caracteres y formas de relacionarse. Como siempre, aprendo más de los alumnos que de mis compañeros, salvo honrosas excepciones. Considero que los chicos, con sus personalidades aún en formación, con su ingenuidad, con su alma sin contaminar por el mundo de los adultos, me han enseñado mucho. En mis clases, el aprendizaje es bidireccional. Una clase es un espacio de libertad, a pesar de las normas, los exámenes, los ejercicios y las evaluaciones. Así lo entiendo y así lo transmito.
Este año tuve la suerte de tener como alumnos a un chico y una chica diagnosticados con el síndrome de Asperger. Los rasgos del Asperger incluyen dificultad para relacionarse con los demás, incapacidad para identificar sentimientos y dificultad para entender las intenciones de los demás. Son personas vulnerables, pues carecen de las herramientas para enfrentarse a situaciones de estrés y cualquier palabra o actitud que ellos consideren negativa puede herirlos. Observé en ellos estas dificultades. Pero también aprecié en ellos una educación exquisita. Mi alumno me saludaba todos los días con un ceremonioso “Muy buenos días, Javier, ¿cómo estás?” a lo que yo siempre respondía con igual ceremonia “Muy bien, Jesús, muchas gracias, ¿y tú?”. Él siempre respondía y no dejaba de mirarme y sonreír hasta que consideraba que nuestra interacción había terminado. Aprecié en ellos un interés extraordinario por el mundo que les rodea, interés que nace de lo difícil que les resulta comprenderlo. Mi alumna, además, hacía gala de una sensibilidad especial, que le había llevado a escribir poesía con notable destreza. Sé de lo que hablo, pues ella misma me mostró sus poemas. Un día, me pidió hablar en privado. Cuando nos quedamos a solas, me preguntó: “Javier, hace varios días que te noto diferente conmigo, ¿he hecho algo que te haya molestado? No sé, es que como me pasa lo que ya sabes a lo mejor he hecho algo mal y no me he dado cuenta”. Su ternura me dejó completamente desarmado. ¿Cuántas veces las personas consideradas “normales” muestran semejante dulzura? No supe qué decir, pues no me ocurría nada con ella, así que le di un abrazo. Uno fuerte. Las palabras no siempre nos ofrecen la respuesta que buscamos.
Una persona con Asperger no tiene ningún problema. Simplemente no entienden las emociones y los sentimientos como los demás hacemos, ni tienen las herramientas sociales para relacionarse con normalidad. Pero son personas extraordinarias y extremadamente vulnerables. Sufren, como todos en algún momento, pero quizás ellos en mayor medida. Imaginemos cómo sería habitar un mundo cuyos ritos sociales no entendemos. Imaginemos no comprender lo que sentimos y por qué lo sentimos. Imaginemos no saber cómo hacer amigos. Imaginemos no tenerlos. Y ahora, pensemos en ese niño argentino que ha sido expulsado de la clase a la que ha ido toda su vida. Con tener la mitad de la dulzura y la bondad que mi alumna sería suficiente para experimentar un profundo sentimiento de asco y vergüenza. Yo, al menos, siento ese asco y esa vergüenza, pero no voy a quedarme con ello dentro. Voy a usarlo para quererlos más, para ayudarlos más, para estar más cerca de ellos y que sepan que en mi mundo siempre tendrán un espacio. Educamos para la libertad y para aprender a amar, a pesar de los recortes, de la falta de recursos educativos, de la falta de apoyo especializado. El amor hacia ellos no es suficiente, pero el primer paso para ayudar es amar. Y no hay más.
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