Mikel Tar Orrantia Diez · ethic.es 3 Abril 2017
«La relajación de los valores que arbitran la convivencia está siendo aprovechada por muchos ismos para discriminar, verbo que reside en la antesala del odio».
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«Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su
origen o su religión. La gente aprende a odiar. Y si se puede aprender a
odiar, también se les puede enseñar a amar. El amor llega más
naturalmente al corazón humano que su contrario».
Nelson Mandela, Premio Nobel de la Paz en 1993.
Cuenta Michael Moore que cuando estaba preparando su mitin-show en el condado de Clinton (Ohio), de abrumadora mayoría republicana (¡qué ironía!), recibió la indicación de no olvidarse de los millennials. En su discurso, recreado en el documental Michael Moore in Trumpland, respondió: «Ya nos hemos ocupado de ellos. Los millennials no odian».
Ese ha sido nuestro gran trabajo como padres: enseñar a nuestros hijos a no odiar, a no discriminar al diferente, a tratar a todas las personas por igual independientemente de su raza, condición económica, género, procedencia, capacitación y orientación sexual, a querer y a dejarse querer. Nuestros hijos no saben odiar esencialmente porque no nos han visto odiar, como tampoco nosotros vimos odiar a nuestros padres.
Afortunadamente, la generación que precede a nuestros hijos, la nuestra, fuimos educados, en términos generales, en el afecto y el respeto. Tal vez nuestros padres aún recibieron de los suyos los resentimientos provocados por sangrientos enfrentamientos, tales como las guerras mundiales o, en el caso de España, la guerra civil. Vieron y sintieron el rechazo visceral al enemigo en los ojos de sus progenitores, víctimas de la confrontación entre bandos. Por ello causan tanta preocupación las decisiones políticas que implican abrir las trincheras de las que aún brota la sangre de las víctimas de tanta sinrazón colectiva.
Sin embargo, no estoy tan seguro de que nuestra sociedad haya desterrado el odio. No es cierto, como dice el también cineasta Alex de la Iglesia, que «el ser humano está compuesto de odio». El cerebro reptiliano está codificado genéticamente para la supervivencia, instinto básico que en ocasiones puede conducir al enfrentamiento, del que, a su vez, es fácil saltar al odio. El instinto de supervivencia tiene una dimensión individual, cuya expresión social es el egoísmo, y una dimensión social, cuya expresión individual es la búsqueda de compañía. Ambas dimensiones encuentran su arbitraje en los valores morales.
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Cuenta Michael Moore que cuando estaba preparando su mitin-show en el condado de Clinton (Ohio), de abrumadora mayoría republicana (¡qué ironía!), recibió la indicación de no olvidarse de los millennials. En su discurso, recreado en el documental Michael Moore in Trumpland, respondió: «Ya nos hemos ocupado de ellos. Los millennials no odian».
Ese ha sido nuestro gran trabajo como padres: enseñar a nuestros hijos a no odiar, a no discriminar al diferente, a tratar a todas las personas por igual independientemente de su raza, condición económica, género, procedencia, capacitación y orientación sexual, a querer y a dejarse querer. Nuestros hijos no saben odiar esencialmente porque no nos han visto odiar, como tampoco nosotros vimos odiar a nuestros padres.
Afortunadamente, la generación que precede a nuestros hijos, la nuestra, fuimos educados, en términos generales, en el afecto y el respeto. Tal vez nuestros padres aún recibieron de los suyos los resentimientos provocados por sangrientos enfrentamientos, tales como las guerras mundiales o, en el caso de España, la guerra civil. Vieron y sintieron el rechazo visceral al enemigo en los ojos de sus progenitores, víctimas de la confrontación entre bandos. Por ello causan tanta preocupación las decisiones políticas que implican abrir las trincheras de las que aún brota la sangre de las víctimas de tanta sinrazón colectiva.
Sin embargo, no estoy tan seguro de que nuestra sociedad haya desterrado el odio. No es cierto, como dice el también cineasta Alex de la Iglesia, que «el ser humano está compuesto de odio». El cerebro reptiliano está codificado genéticamente para la supervivencia, instinto básico que en ocasiones puede conducir al enfrentamiento, del que, a su vez, es fácil saltar al odio. El instinto de supervivencia tiene una dimensión individual, cuya expresión social es el egoísmo, y una dimensión social, cuya expresión individual es la búsqueda de compañía. Ambas dimensiones encuentran su arbitraje en los valores morales.
En una sociedad con déficit de valores es fácil que cada individuo se construya una moral a medida. En esa circunstancia, la dimensión individual prevalece sobre la colectiva. Incluso la protección de la familia, la propia, puede convertirse en una mera excusa para rechazar o combatir a otras familias. La relajación de los valores que arbitran la convivencia está siendo aprovechada por muchos ismos para discriminar, verbo que reside en la antesala del odio (...)
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