Javier Nix Calderón · 7/7/2019
El
comienzo del verano me deja frío. Todas esas épocas supuestamente
felices (el verano, la Navidad) me producen una extraña ansiedad, como
si no fuera capaz de seguir el tempo que marca la vida, tan acelerado,
en esa especie de frenesí colectivo. Como Bukowski, tengo alma de
perdedor y de luchador a la contra, sin su alcoholismo, por suerte. Los
tiempos de falsa plenitud vital me desquician y me saturan. Me deprimen,
sí. Así andaba yo la semana pasada, entre aburrido y triste,
cuando fui al instituto a firmar unas actas que no había firmado el
último día. Allí estaban los jefes de estudios, diseñando el curso que
viene, enterrados en expedientes de alumnos. Les saludé y uno de ellos
sacó un sobre de su cajón. “Javier, ayer vinieron unos alumnos a traerte
esto. Creo que son de tu tutoría. ¿No será un sobre-bomba, no?”, me
dijo, riéndose. Lo cogí. Era blanco y habían dibujado sobre él mi nombre
con dos caritas sonrientes a cada lado.
Y no. No era un sobre-bomba. Estaba cargado de algo mucho más poderoso que cualquier explosivo: amor y agradecimiento. El mismo que siento yo por todos y cada uno de los chicos y chicas que he visto pasar por esas aulas en su viaje hacia convertirse en hombres y mujeres libres. Dentro había esto escrito.
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Y no. No era un sobre-bomba. Estaba cargado de algo mucho más poderoso que cualquier explosivo: amor y agradecimiento. El mismo que siento yo por todos y cada uno de los chicos y chicas que he visto pasar por esas aulas en su viaje hacia convertirse en hombres y mujeres libres. Dentro había esto escrito.
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