Juan Bordera / Fernando Valladares 11/05/2023
Nos quedamos sin estaciones por ignorancia, por prepotencia, por exceso de optimismo, por falta de cooperación y de valentía
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La primavera está desapareciendo gradualmente ante nuestros ojos. Pero no se trata de un fenómeno natural. La primavera está siendo silenciosamente asesinada.
Abril con temperaturas de julio, embalses con niveles de verano, suelos y vegetación reseca que arde sin control en marzo, en uno de los grandes incendios más tempranos de nuestra historia. Regadíos que exprimen el agua subterránea comprometiendo la biodiversidad de parques nacionales, y mientras tanto, el agua de boca faltando en Córdoba o en Cataluña. Cereales que no se podrán cosechar. Cabezas de ganado que no tendrán qué comer, sacrificadas, porque su alimento se producía en primavera. El mayor regulador térmico del planeta, los océanos, ha absorbido hasta un 90% del exceso de calor y ya ha dado señales inequívocas de desestabilización, marcando récord tras récord de temperatura. Valiosísimas poblaciones de abejas, escarabajos y saltamontes muriendo. En algunos lugares hasta se tiene que polinizar a mano, añadiendo otro riesgo más a la ya comprometida seguridad alimentaria. Y pese a todas las evidencias incontestables, el negacionismo campando a sus anchas en programas de televisión en prime time.
Una primavera de elecciones, donde algunos observamos, incrédulos, el negocio innegociable: la promesa irresponsable y envenenada de incrementar el riego de la fresa con agua protegida. La locura colectiva de aceptar que alguien prometa a los agricultores agua milagrosa en Doñana.
Neruda fue demasiado optimista cuando dijo aquello de “podrán cortar las flores, pero no detendrán la primavera”. Salta a la vista que podrán. ¡Y tanto que podrán! Pero, ¿quiénes son los responsables? ¿Cómo hemos llegado a esta situación?
Grandes empresarios e inversores, junto a la mayor parte de los responsables políticos (que también son, indefectiblemente, responsables de la crisis ecosocial), tienen la mayor cuota de responsabilidad, sin duda. Pero casi todos aceptamos las reglas del juego y permitimos que cosas como el caos climático o el agotamiento de los recursos hídricos se agraven sin apenas respuesta. Esto no se arregla con acciones individuales, sino con una contundente acción colectiva que imponga cordura y frene unas inercias que no se van a detener por sí solas. Las 100.000 personas que colapsaron el centro de Londres durante cuatro días para exigir acciones contundentes comprenden bien esta obviedad. Los medios de comunicación que silenciaron esa convocatoria pacífica y masiva, mientras amplifican acciones más discutibles y minoritarias, también lo están comprendiendo a la perfección.
(...) Pues bien, aunque cada vez hay más literatura científica al respecto de la necesidad de abandonar el crecimiento como meta, aunque los organismos internacionales, numerosos expertos y cada vez más políticos –incluso presidentes de gobierno– están perdiendo el miedo a hablar de ello, es curioso ver que la respuesta –muy especialmente del sector económico– es negar la mayor y seguir emperrados en una idea suicida, hasta para el propio desarrollo económico. El capitalismo sin control es su peor enemigo; alimentado por una codicia infinita, compromete el futuro de la humanidad, incluyendo su propia existencia como modelo socioeconómico (...)
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