mayo 01, 2025

CTXT. Carta a la comunidad 394 I Sebastiaan Faber: La desobediencia

 1/3/2025

Querida comunidad:

 

Les envío un saludo caluroso –eso sí, con un punto de desesperación– desde el estado de Ohio, donde vivo y trabajo desde hace un cuarto de siglo como hispanista en una pequeña Universidad, y donde aprovecho mis ratos libres para meterme en berenjenales –¡gracias, CTXT!–ejercer de ciclista holandés errante y, claro, ver todos los partidos del Ajax aunque me pillen a las seis de la madrugada.

 

        Espero que me perdonen que aproveche la intimidad de esta carta sabatina para compartirles algo que me acaba de trastornar bastante. Al llegar al despacho hoy jueves, me he encontrado con una tarjeta postal del rectorado de mi universidad, titulada “Hoja de Referencia para Visitas al Campus de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado” (“Law-Enforcement Agencies” es lo que pone en inglés). “Si usted es abordado por un oficial gubernamental”, reza, “siga estos pasos”. El primero: “Confírmele que nuestra Universidad tiene la intención de obedecer a todo oficial gubernamental”.  El resto de la tarjeta nos instruye a que, en caso de toparnos con, digamos, un agente de la Migra (ICE), avisemos de inmediato al despacho legal de la Universidad; que no entremos en debate con él; y que no intentemos “contenerlo físicamente o restringirle el acceso en modo alguno”.

 

        Estoy seguro de que muchas universidades están instruyendo a su personal de forma parecida. En cierto sentido, estas pautas burocráticas son predecibles: son síntomas de la aversión al riesgo que, a estas alturas, es el móvil más poderoso de las políticas universitarias del país (sean públicas o privadas). Y esta aversión, a su vez, refleja el poder creciente de los equipos legales, para quienes la misión universitaria –que las y los estudiantes aprendan, digamos, o que haya libertad de cátedra–  importa menos que la necesidad de evitar las controversias, los juicios legales y otros daños reputacionales.

 

        En el contexto político actual, sin embargo, estas instrucciones, además de predecibles, son altamente preocupantes. Cuando la Administración de Donald Trump presume de ignorar todas las reglas, incluida la Constitución, parece contradictorio instarnos a las y los profesores a que obedezcamos a los representantes del poder ejecutivo. Si mandan los abogados, manda el miedo. La inseguridad es generalizada, y no ayuda nada que las órdenes que nos llegan de la Casa Blanca sean tan agresivas como vagas. “En años recientes, instituciones educativas han discriminado racialmente a sus estudiantes, incluidos estudiantes blancos y asiáticos”, dice la flamante carta que nos envió el 14 de febrero la agencia del Ministerio de Educación encargada de proteger los derechos civiles de las y los alumnos. Alega que esta discriminación ha pasado por la adopción “ubicua y repugnante” de prácticas de  “tratamiento preferencial racial” y el “tóxico adoctrinamiento de los alumnos” en “la premisa de que los Estados Unidos están construidos sobre un ‘racismo sistémico y estructural’”. Perversamente, la carta considera todo gesto institucional de reconocimiento a colectivos históricamente oprimidos como un acto de “segregación” –“un eco vergonzoso de un periodo mucho más oscuro en la historia de este país”– punible con la retirada de todo apoyo económico del gobierno federal.

 

        A pesar de todo ello, es claro que la desorientación que sentimos las y los trabajadores universitarios es menor que la que padecen muchos otros colectivos, incluido el propio Partido Demócrata. Tras cinco semanas de la inauguración de Trump, la izquierda norteamericana se encuentra desnortada, si no paralizada, envuelta como está en los dos debates de siempre: ¿Cómo llamar al enemigo? ¿Y qué hacer para combatirlo?

 

        En busca de asideros, yo me quedo con Corey Robin, el historiador y politólogo al que CTXT entrevistó en 2017, y que lleva décadas escribiendo sobre la derecha. En las reflexiones diarias que cuelga en FacebookRobin nos insta a resistir al pánico, recordándonos varias cosas importantes: que el trumpismo está profundamente dividido entre varias facciones con objetivos contradictorios y que, además, se odian a muerte; que los objetivos de estas facciones llevan gestándose al menos desde los años de Reagan; que llamar al trumpismo “fascismo” no sirve de nada si no va acompañado de un plan de acción concreto; que los recortes masivos que serán necesarios para financiar los planes de Trump –por ejemplo, en sanidad– no caerán nada bien en muchos estados donde hoy gobierna el Partido Republicano; y que ya veremos cuántas de las órdenes ejecutivas de Trump sobrevivirán al escrutinio de un poder judicial que es muy consciente de que se juega su propia legitimidad.

 

        Robin, más versado que nadie en la política del miedo, es el primero en reconocer que hay bastantes motivos de temor. Son muchos los colectivos amenazados con deportaciones, despidos o discriminación, y es difícil exagerar los daños duraderos ya infligidos, entre purgas masivas y fulminaciones de agencias enteras, en solo cinco semanas de acciones ejecutivas tan descabezadas como vengativas y crueles. Pero Robin también subraya –como lo hace desde hace años mi compatriota Cas Mudde– el peligro de exagerar el poder de la ultraderecha. Como nos recordaba Guillem Martínez el otro día, vía Thomas Piketty, el mismo descontrol de Musk y de Trump –la prisa y la vehemencia de sus decisiones, sus instintos golpistas– no es una señal de su fuerza sino más bien lo opuesto. “El hecho político más determinante”, escribe nuestro Guillem, “está siendo la primacía del Ejecutivo sobre el Legislativo. El Congreso, así, no es utilizado en esta revolución neoliberal. Lo que indica temor por parte del Ejecutivo, desconfianza ante sus propios congresistas y senadores. Es decir, debilidad. De la que hay que tomar nota”.

 

        Corey Robin está de acuerdo. Según él, el mejor mensaje para los colectivos directamente amenazados por el gobierno actual reza algo así: “Sé que tenéis miedo y os sobran motivos para ello. Pero también hay muchas razones para resistirse a ese miedo, razones que nos dicen que, si actuamos, incluso si persisten los peligros, nuestra misma decisión de hacer algo mitigará nuestro miedo, al mismo tiempo que nuestra acción acabará por mitigar esos peligros, si no eliminarlos”. No hace falta convencer a nadie de la realidad de las amenazas, dice Robin: “La gente no es tonta”. Lo que hace falta es darnos motivos para convencernos de que no somos impotentes. Y para eso, dice Robin, se necesitan cuatro cosas: liderazgo, organización, solidaridad y acción.

 

        Estas no serán fáciles de encontrar. Hay que reconocer que el éxito electoral de Trump, y la aprobación popular que ha generado su primera ola de acciones, se basa en muchas décadas de trabajo preparatorio desde los medios y las instituciones para redefinir el sentido común. La idea de un Estado ineficaz que despilfarra tus tax dollars en programas innecesarios, o la idea de que las políticas de diversidad discriminan contra las personas blancas, no salen de la nada: se yerguen sobre unos cimientos sólidos, echados con paciencia y determinación por una derecha mediática y política que hace tiempo que ganó la batalla por esa región del sentido común. Hoy está cosechando los frutos de esa victoria.

 

        Mientras tanto, la resistencia al caos trumpista se ve lastrada por las contradicciones de la misma izquierda. Como nos recordaba Andy Robinson, una agencia de desarrollo como USAID, además de una institución ingente, es también un legado de la Guerra Fría que nunca ha dejado de movilizar la fuerza económica de Estados Unidos  –el llamado soft power– para influir en la política doméstica de todos los países del mundo. Las deportaciones crueles y masivas de inmigrantes también las practicaron Obama y Biden. La censura, igual: ¿cuántos demócratas apoyaron las restricciones de la Primera Enmienda –que incluye la libertad de expresión y de reunión– estos últimos dos años para suprimir las protestas de estudiantes, profesores, obreros y figuras públicas contra la guerra genocida en Gaza? Como explica Alex Gourevitch, el número relativo de estudiantes detenidos y sancionados por las administraciones universitarias en 2024 fue mayor incluso que durante las grandes protestas contra la guerra de Vietnam. Si la desobediencia civil parece hoy estar muerta como táctica de protesta universitaria, es porque la mataron los mismos equipos legales que ahora nos instan a cumplir con las órdenes del poder ejecutivo, sean las que sean.

 

        Musk y compañía, en otras palabras, nos pillan con el pie cambiado. Para una izquierda acostumbrada a asociar el progresismo con la subversión, la informalidad y la contracultura, es difícil encajar el provocador mal gusto de la corte trumpista. (Bien mirado, el choque estético que supone la aparición de un Musk mal vestido, con su gorra ridícula, en una reunión del equipo ministerial, ¿es muy diferente del que quisieron provocar los diputados de Podemos al prescindir de americanas y corbatas?) Será igual de difícil, pero necesario, asumir que parte de la resistencia pasará por la defensa del decoro. Si un juez conservador como John Roberts, que preside la Corte Suprema, decide ponerle trabas a Trump, será por el mismo sentido del decoro –la capacidad de sentir vergüenza, propia o ajena– que motivó la dimisión de la fiscal conservadora Danielle Sassoon en Nueva York ante los tejemanejes corruptos del Departamento de Justicia trumpista.

 

        También en CTXT nos gusta guardar las formas. No tanto en el vestir –al fin y al cabo, somos pobres escritores, tendientes a mancharnos y poco hábiles con la plancha– como en la práctica diaria de nuestra vocación periodística, que nos exige contar, de forma rigurosamente honesta, pero nunca neutral, las verdades que observamos a nuestro alrededor. Esta es la razón de ser de esta revista y, esperamos, el motivo por el cual podemos contar con el generoso apoyo de ustedes, nuestra maravillosa comunidad de lectoras y lectores. ¡Gracias!

 

        Salud,     Sebastiaan Faber

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