Por Cristina Fallarás Periodista y escritora 13/10/2025
La escritora y periodista, Cristina Fallarás, durante la presentación de su libro 'No publiques mi nombre'
Me informan de que hoy, cuando me siento a escribir esta columna, es el día de las escritoras. No recuerdo cuándo dejé de ser considerada escritora en este país, y por lo tanto dejé de aparecer en las listas como las que se publican para celebrar días como éste, o para enumerar a las profesionales del sector. La realidad es que no me van ustedes a encontrar en esas listas. Les pasa lo mismo a algunas compañeras de las letras, sobre todo aquellas que tienen un papel activo en lo público con sus opiniones. De repente, dejas de constar como escritora y no es que te trasladen a otro lugar, sino que sencillamente, desapareces. Muchas actrices saben también de qué estoy hablando.
Soy escritora, lo hagan constar o no, y no me da ningún pudor reclamar mi papel en esa profesión. Trece libros publicados, y alguno más escrito, deberían de servir, pero me da igual. Recibo a menudo consejos quiero pensar que bienintencionados: "Cristina, ¿por qué no dejas tus líos y te pones con otra novela?". Podría contestarles que yo siempre estoy con otra novela. Podría contestarles que mi activismo y mi escritura no deberían parecer excluyentes. Podría contestarles que no me da la gana. La verdad es que ya no les contesto. El asunto no me envenena y sigo a lo mío, pero me río yo del síndrome de la impostora. Encima, la culpa de todo eso que nos pasa la tenemos nosotras y un supuesto síndrome, y no quienes nos niegan el trabajo hecho. Venga ya.
También soy "periodista, pero…". Hace un par de semanas, una entidad supuestamente encargada de velar por los derechos de las y los periodistas dijo que no podían apoyarme porque mi trabajo —por ejemplo la columna por la que me señala la extrema derecha— es de activista, no de periodista. Las que forman parte de esa entidad son gentes ya mayores, mujeres y hombres con décadas de profesión a sus espaldas. No ignoran que hay un género en el periodismo que se llama de opinión. Tal género incluye, entre otros, el editorial, el artículo de opinión, la reseña, la crítica, la columna o la tira cómica y las viñetas. Esas personas no me negaban el apoyo porque pienso distinto a ellas, cosa que es cierta. Sencillamente pasaban a negar mi condición de periodista. ¿Cómo? Mezclándola de manera torticera con mi activismo antifascista, como otras me la han negado escudándose en mi trabajo con los testimonios de las mujeres.
No somos pocas las periodistas a las que se nos niega la profesión. A algunas porque utilizan el humor —ah, el humor y las mujeres, qué miedo les da—; a otras porque tienen una opinión clara sobre la actualidad y la expresan desacomplejadamente; y a la mayoría por el simple hecho de tener una presencia pública contundente.
Todo lo anterior no me pasa sólo a mí. Nos pasa a la mayoría de las profesionales que, además de ejercer nuestro trabajo, el que sea, tenemos voz en el espacio público y nos empeñamos en que se tenga en cuenta. Esa invisibilización, ese negarnos nuestra condición de profesionales, busca una domesticación por la cual el resto sepa que es mejor quedarse en casa, encerradita entre tus teclas. En el mejor de los casos, eso supone un notable empobrecimiento del debate público. En el peor, me bastaría con enumerar a mis muchas amigas, profesionales del periodismo y la escritura, asiladas en España porque sus vidas corren peligro en sus países de origen. Espero que no acabe sucediendo lo mismo aquí.
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