2/3/2024
Querida comunidad:
“Lo siento, pero aún no tengo el borrador de mi ensayo”, me dijo una alumna ayer en la universidad norteamericana en la que trabajo. “La verdad es que me está costando concentrarme con lo que está pasando en el mundo”, agregó, tras confesar que le había afectado profundamente la autoinmolación de Aaron Bushnell.
No pude menos que darle la razón, ofrecerle mi empatía y concederle una extensión del plazo. Por más relevante que me parezca el tema de mi seminario –la cultura y política españolas de los últimos 15 años; ¡leemos a Guillem Martínez!–, sé bien cuánto cuesta evitar que la ansiedad que nos produce la actualidad acapare toda nuestra energía mental. Todos los datos –los de CTXT incluidos– indican que desde que ha amainado la pandemia, la gente lee menos prensa. No deja de tener sentido.
Al mismo tiempo que asumimos esta realidad, sin embargo, me parece importante evitar dos trampas psicológicas: esa versión del solipsismo que nos tienta a confundir nuestro momento histórico, colectivo, con nuestro momento biográfico individual; y esa versión del presentismo que nos tienta a considerar nuestro tiempo como el peor de la Historia.
La tendencia solipsista a la que me refiero ha sido tristemente común en opinadores masculinos de cierta edad –los ha identificado perfectamente Ignacio Sánchez-Cuenca para el contexto español: los Savater, Cebrián, Trapiello y demás ralea–, para quienes el mundo se va a la mierda simplemente porque ha dejado de rendirles la veneración que creen les es debida. Es muy jodido envejecer, nadie lo niega. Pero, hombre, es posible hacerlo con un poco de gracia y sin perder el sentido del humor o del ridículo. (En CTXT, nos salvan de este mal compañeras jóvenes como las dos Adrianas –la M. y la T.–, Elena de Sus, Álex Blasco o Diego Delgado.)
La tendencia catastrofista, en cambio, quizá sea más difícil de resistir. Es demasiado abrumadora la acumulación de pruebas que parecen justificar el pesimismo, desde la crisis climática y el auge de la ultraderecha a –si me permiten la frivolidad– los resultados del Ajax de Ámsterdam. (Mis amigos colchoneros y culés saben de qué hablo.)
En CTXT, nos dedicamos a registrar esas pruebas abrumadoras de lo que está yendo mal con la precisión y el rigor que exige la vocación periodística: lejos de nuestra intención pintar nada de rosa. El falso optimismo no deja de ser una forma de paternalismo, que a todas nosotras nos produce urticaria. Pero también nos cuidamos mucho de dejarnos vencer por el pesimismo. (Si algún miembro del equipo tiene un mal día, allí están las demás para sacarle del pozo; por algo las revistas son una empresa colectiva.)
En el espíritu de esa lucha constante contra el pesimismo, desde mi atalaya en Ohio se me ocurrió proponer una serie de entrevistas sobre el estado de las luchas sindicales en Estados Unidos. Por un lado, es verdad que los sindicatos norteamericanos pintan relativamente poco: son débiles y minoritarios desde hace mucho tiempo, sobre todo si los comparamos con la fuerza que siguen teniendo, a pesar de todo, sus organizaciones hermanas en otros países industriales. Por otro lado, es innegable que hay movimiento. Las cosas están cambiando. El año pasado hubo un número extraordinario de huelgas masivas que, además, en muchos casos dieron importantes victorias. Los y las obreras de este país –incluidas muchas jóvenes, mujeres, e inmigrantes– se han estado organizando valientemente para enfrentarse con empresas ingentes como Amazon y Starbucks. Y con cada desafío, y cada gesto de desprecio empresarial, crece la simpatía de la opinión pública por la causa sindical, como me explicó esta semana Steven Greenhouse, un periodista que durante más de tres décadas cubrió el mundo sindical para el New York Times.
Greenhouse ha podido observar de cerca la improbable trayectoria de Shawn Fain, un electricista de 55 años que lleva menos de un diez meses como presidente de los Trabajadores del Automóvil (UAW), un sindicato de un millón de miembros que también representa a miles de empleados universitarios y estudiantes de posgrado.
Fain no solo ha desafiado a tres de los mayores productores de coches (los llamados “Big Three”) con huelgas masivas, forzándoles a conceder mejoras salariales inauditas; también se atreve a expresarse en términos que, hace poco, serían impensables en este país, por radicales y blasfemos.
“Unos 26 milmillonarios poseen la misma riqueza que la mitad de la humanidad”, señaló, por ejemplo, en la Universidad de Harvard hace un par de semanas. “Esto es criminal. Lo mantendré hasta el día que me muera: no debería haber milmillonarios. No existe ninguna persona en este planeta que necesite mil millones de dólares. Esa opulencia se acumula a expensas de millones de otras personas. Es por esto que carecemos de una sanidad y unos salarios decentes”.
Fain, que se presentó como candidato reformista a la presidencia de su sindicato en las primeras elecciones directas para ese puesto en la historia de la organización, lleva muchos años criticando duramente a los sindicatos de su país. Lo que no ha impedido que haya trabajado para transformarlos.
Un perfil similar lo presenta Karen Nussbaum, feminista y sindicalista pionera, a quien también pude entrevistar. Nussbaum, que lleva más de cincuenta años organizando a obreras, ve algunas señales positivas. Pero no se fía: “Lo que tenemos ahora, en mi opinión, es mucha estrategia y táctica. Pero no hay demasiada visión o disciplina”, me dijo. “Y son indispensables”. Aun así, Nussbaum rechaza toda tentación pesimista. Cuando le pregunté si tiene esperanzas, me contestó medio ofendida: “Eso es irrelevante. Soy una persona muy positiva, y hay que hacer lo que hay que hacer”.
En otras palabras, la lucha sigue. Y es un honor compartir trinchera con esta maravillosa comunidad que son ustedes: una comunidad tan crítica y diversa como solidaria y comprometida. Nuestro trabajo sería imposible sin su generoso apoyo. Gracias.
Sebastiaan Faber
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